viernes, 28 de octubre de 2011

EL ÁRBOL DE LA VIDA


Me habían avisado de que Malick era un poco plomo. Lento, espeso. Y eso me temí durante la primera media hora de El árbol de la vida. Imágenes. Vastedad. Voz en off, Una osada voz en off que habla de Dios como si Dios formara parte de todo lo que es, ha sido y será.

Pero resulta que a mí el hecho de ir al cine me gusta por sí mismo. Me gusta regalarme ese rato, que suele ser en días raros, domingos o lunes o jueves por la noche. Me gusta la compañía y la conversación de después. Aunque no me guste mucho la cinta. Así que me relajé y me permití hacer uno de los posibles viajes que puede que el pesado de Malick proponga con su película.

Un viaje sin principio ni final.

Sin argumento definido planteamientonudodesenlace, pero en el que pasan infinidad de cosas.

En el que es extraño que la comunicación sea exacta, y con palabras.

Un viaje en el que las personas nos amamos a menudo, aunque raras veces sabemos entenderlo o demostrarlo.

Un viaje que parece que termina con la muerte. Pero que no es así. Que quizá siempre esté empezando, aunque eso entre en conflicto con esa cosita tonta llamada identidad. (Yo, yo y yo).

Como la vida.

Un viaje en el que cada instante de la vida está presente al mismo tiempo, en una playa inmensa, los instantes de todos, porque quizá el tiempo no sea esa secuencia de días como longanizas que creemos que es cuando dejamos las cosas para hacerlas mañana.

Quizá sea más bien como un árbol. Árborea, la vida.


Me gustó mucho la peli de Malick.

Me emocionó, porque mordí el anzuelo y revisité mi propia infancia. Me atreví a pisar esos terrenos pantanosos, que duelen en lo hondo, por perdidos, porque siempre dejan cicatrices. Cicatrices de heridas que se están haciendo una y otra vez.

Me emocionó porque dejé de ver a Brad Pitt, a los magníficos niños actores, al soberbio Sean Penn y reconocí la rabia contenida, la envidia y los celos, las contradicciones, las losas que nos imponemos en nombre de un Dios que quizá exista solo porque nosotros lo creemos (¿lo creamos?), para amarlo, para odiarlo, para ignorarlo. Para escupirle a la cara que no creemos en él, a pesar de que solemos culparle de nuestro evidente desamparo, de nuestra condición siempre menesterosa.

El inmenso dolor de querer hacerlo bien y no saber cómo.

La ternura y la compasión que merece todo ser humano.

Me gustó la película de Malick porque me permitió seguir el camino que me diera la gana a partir de sus sugerencias. Porque no me dio, para variar, un argumento masticado. Porque me hizo sentir.

Que pensar ya pienso bastante, con desigual fortuna.

Y sí, me entretuvo mucho más Resacón en Las Vegas. Y es posible que no echáramos de menos veinte o treinta minutillos, si los recortaran aquí y allá. Y tampoco creo que los dinosaurios actuaran por bondad. Pero tiene que haber películas como esta. Gente que la cuente diferente. La vida. Gente que no tenga miedo de hablar de Dios, de incluirlo en su lenguaje. Ni de ser libre. Gente que encuentre palabras más allá de la evidencia.

Salí del cine motivada, convencida de la necesidad de explorar, de encontrar el lenguaje que me permita expresar lo que siento, comunicarme. Salí con ganas de probar, de trabajar duro, de arriesgarme a que me digan bodrio, pesada, timadora.


sábado, 22 de octubre de 2011

UN REGALO

He releído para clase El río del olvido, del gran Julio Llamazares. A veces ocurren estas cosas felices, que la obligación se convierta en devoción. Regalos.
Además de demostrar que es posible escribir ciento ochenta y tantas páginas y mimar y cuidar con tacto exquisito cada palabra, es un libro escrito con el amor propio del trabajo bien hecho. Como si cada frase encontrara en sí misma la motivación y el sentido. Y esto es en sí una enseñanza para los que empezamos. Y un aliciente. Así que es imposible no leer el libro con un sonrisa, y no aceptar el reto. Los retos. La escritura y la vida.

Porque luego está la infancia. La de cada uno. Esa que da miedo revisitar, aunque tal vez llegue un momento en que no haya más remedio, si es que se quiere comenzar la vida adulta. Volver a esos paisajes de los veranos de la niñez y aceptar y encajar el paso del tiempo, los abandonos, la decrepitud y el olvido. Quienes somos. La necesidad y la maravilla de que el tiempo pase y nuestra condena se cumpla. El necesario recordatorio de la impermanencia.
Volver a donde fuimos ingenuos y, con suerte, felices, para comprobar que ya nada de eso existe y que, por lo tanto, solo tenemos lo de hoy. Quizá no haya mayor refugio que entender esto, con esperanza justa, con templanza. Mirar aquellos paisajes y comprobar que siguen siendo bellos aun cuando ya no estén intactos. Que sigue habiendo belleza en lo que olvidamos, a pesar de que lo olvidemos.

sábado, 15 de octubre de 2011

LETRAS

Este otoño que no es otoño se ha convertido en un cálido remanso de letras y descubrimientos. Hay momentos como este en la vida, en los que todo encaja y al fin llega la vendimia. Y el fruto de todo lo trabajado es bueno. Es un caldo en el que hoy nado sin emborracharme, feliz y agradecida.
En ese caldo primordial se cuece a fuego lento la nueva novela. Necesita aún dejar que el subconsciente la modele. Ya intuía yo que el argumento a secas me dejaría hambrienta. A mí y a esa yo que late debajo de mi piel y que no deja de sorprenderme, aunque la conozca a fondo.
En este otoño de sincronía perfecta, mientras vendimio y disfruto el vino, preparo la tierra y siembro nuevas cepas. (Siempre me ha fascinado comprobar cómo resulta ser cierto que todo lo que en el mundo es y ha sido está presente en este instante, en el fulgor del rayo, en cualquier brizna de materia).
Todo son letras. Y amor. Mi pizca de soledad. La compañía y la ausencia. El deber y el derecho. Todo está aquí, en este instante. La felicidad y la pena más honda.

lunes, 3 de octubre de 2011


Mi pequeña experiencia es que el proceso no es lineal, ni puede serlo. Mi gran duda es si un hábito más fuerte, si más horas delante del ordenador, en definitiva, si más disciplina mejoraría esa tendencia al salto, a la lentitud. A solo saber correr o detenerme, nunca ir al paso.

Porque así es mi proceso: inestable, lento, saltimbanqui, casi ceremonioso. Incluso en el soporte: escribo en un cuaderno, pero hay notas que piden reposar en las páginas de otro. Luego nunca recuerdo dónde apunté las cosas. Para rizar el rizo existe el ordenador y su laberinto de carpetas. Sobre el teclado los dedos vuelan y mi verborrea se hace dolorosamente patente. Para ejemplo este botón.

Así, la ganancia de un día, al día siguiente parece un retroceso. Hoy le conozco (se llama Rai y es una suerte de Atlas sobre cuyos hombros descansa ahora la esfera de mis letras), y al día siguiente quiere hacer algo contradictorio. Un día parece interesado, y al final de la tarde se escabulle. Es obsesivo hasta la enfermedad, pero el olvido a veces viene a repararle. Mientras me besa piensa en llamar a otra. Quiere amar, pero no sabe el camino de salida de su propio laberinto.

Claro que quién dice que la contradicción no encierre una linealidad, una lógica inexorable. Género humano.

O puede que todo el misterio resida en que hoy es lunes.