lunes, 18 de octubre de 2010

LA TRISTE PASIÓN


Quizá el perfecto equilibrio no se halle sino en el desasosiego y tengan razón quienes afirman que las buenas novelas nacen siempre de la insatisfacción, del desencanto. Es un equipaje demasiado pesado para arrastrarlo por los aeropuertos, de modo que a algunos nos da por dosificarlo. Dosis de 150, 200, 250 páginas. Los más abusones y conectados pueden pasar de las 500. (Me viene a la cabeza una autora que, para aliviar su desencanto, terrible, supongo, contó en una entrevista que, con el beneplácito de su editor, había hecho no sé qué en el word para que no mostrara el número de páginas... La memoria es caprichosa y la digresión, un caramelo). Tiramos de ficción para ir tirando y, de paso, tratamos de comprender algo de lo que nos sucede. Nos hacemos las clásicas preguntas que todo el mundo se hace, pero de un modo muchísimo más chic y de lo más cobarde: poniéndolas en boca de unos pobres personajes a los que someteremos a un sinnúmero de desgracias, sólo porque nosotros nos sentimos desgraciados. O tememos sentirnos.

Bref, que dirían los franceses.

Decía que dosificábamos. Hay también quien dice que siempre escribimos la misma novela. Que sería entonces lo mismo que decir que nuestro descontento es siempre por los mismos motivos, y esto es tanto (redoble de tambores para el triple salto mortal) como negar la capacidad de cambio. Me tiemblan las rodillas, y más deberían de temblarle a los psicólogos si esto llegara a saberse, así que me callo.

Que los escritores somos seres obsesivos, neuróticos, vanidosos, y un largo etc. de virtudes es algo que todo el mundo afirma con la naturalidad del Martini, blanco y en botella. Lo que no entiendo es porque nadie habla de la generosidad, de la empatía, del impudor que demuestran, novela tras novela, los grandes y buenos novelistas. Esos que actúan como médiums de su historia y no se les ve la sombra de los cuernos de fondo. Esos que no le piden matrimonio al desencanto y que no suman el masoquismo a sus virtudes y, sin embargo, se prestan a la obsesión de sentarse a escribir horas y horas, de actuar como filtros de la realidad, o mejor aún, como alambiques. Con lo que eso duele. Y que sufren, claro está, pero sin jactancia ni deliberación. Esos que procuran ser felices a pesar de que escriben, ya que no pueden evitarlo. Y que dosifican su dolor, además, de manera razonable y compasiva con el mundo (y cuentan las páginas, y todo).

Mi experimento consiste en descubrir un escritor feliz*. Para el trabajo de campo me he ofrecido como cobaya, sin valor científico pero con voto. Escribo y procuro estar contenta. Y como queso. Cada uno pierde el tiempo como le da la gana.


*¿Debería conformarme con hallar un ser humano feliz?

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